Existen relatos prefabricados en todos lados y para todos los gustos. Kits de interpretación de la realidad que son diseñados como propaganda para una u otra causa y que son consumidos como un sucedáneo de opinión libre e informada. No obstante, no todos los relatos presentan la misma peligrosidad, puesto que los valores y los mensajes que representan difieren según el creador y sus intenciones. Es de especial interés en la escena política española actual, precisamente por su peligrosidad, analizar el relato de la violencia en Catalunya, su origen, los nodos que participan en su difusión dentro de una red de audiencias masivas y los objetivos que persiguen aquellos que en los últimos años están alimentando la narrativa de la violencia.
Tan solo hace falta pasear por el centro de Barcelona para empezar a sospechar de que lo que se cuenta en buena parte de los medios de comunicación españoles es, siendo bondadosos, una gran exageración. La idea de una sociedad rota, al borde del estallido de un conflicto civil, en la que los de un bando y otro están esperando órdenes para liarse a tiros, sonroja a la mayoría de catalanes. Casi la totalidad de catalanes conviven con familiares, amigos y compañeros de trabajo con opiniones políticas radicalmente distintas a las suyas sin que eso suponga ni un mínimo impedimento para mantener una relación cordial o afectiva. La narrativa del conflicto violento en Catalunya provoca vergüenza ajena, hasta puede arrancar algunas carcajadas, por el patetismo de aquellos que juegan a adulterar con tintes bélicos la tensa pero pacífica realidad política catalana. No obstante, restarle importancia no ayuda a reducir la amenaza que supone para la convivencia la normalización de un discurso basado en el fomento de aquello que pretende señalar.
Los catalanes, especialmente por su movimiento obrero y sus sectores regionalistas, nacionalistas e independentistas, tienen fama de rebeldes desde tiempos inmemoriales. Un cronista del New York Tribune ya los describía así el 23 de marzo de 1908: “Barcelona podría ser descrita como la Liverpool de España. Desde un punto de vista comercial e industrial, es la ciudad y el puerto más importante de toda la península. Pero siempre ha tenido una fama poco envidiable de insubordinación a toda autoridad y de oposición a la dinastía que ocupa el trono en Madrid”. Hay que entender esto para descubrir la primera trampa del relato de la violencia en Catalunya. La discrepancia política con Madrid viene de muy antiguo, el conflicto político no es solamente un pulso moderno creado por una élite nacionalista de derechas para cubrir su corrupción, dispuesta a cualquier cosa, incluso a la violencia, para tapar sus vergüenzas.
Igualar el conflicto político a violencia, ayundándose de las distintas acepciones del término conflicto, es la base del relato del que es objeto este análisis. Por supuesto que existe un conflicto político, una inmensa discrepancia, entre Barcelona y Madrid, y también entre catalanes de distintas tendencias ideológicas. No hay nada de nuevo en eso y, de hecho, salvo pactos de las derechas nacionalistas y promesas incumplidas del centroizquierda, desde la Transición, las tensiones entre la administración central y las distintas administraciones catalanas han sido constantes, por el antagonismo de sus planteamientos y por una cuestión estructural, sobre quién y cómo debe gestionar los recursos. Esta realidad ha hecho que la prensa española se haya referido históricamente a Catalunya como un problema, poniendo el foco en el conflicto entre las dos visiones políticas que representan Barcelona y Madrid. Desde la capital del reino, se ha establecido una estrategia de comunicación que promueve un flujo de información y opinión permanente que subraya la rebeldía de los catalanes y los sitúa en el rol de instigadores del conflicto. Resumiendo, Catalunya y los catalanes son un problema.
Este flujo es flexible y dinámico y es alimentado, según conveniencia, por unos pocos medios ultraderechistas o por la opinión hegemónica del unionismo españolista, tanto de derechas como de izquierdas. El papel de esta estrategia de comunicación tuvo un rol central en los días anteriores a la diada del 11 de setiembre de 2017 y, por supuesto, en la previa del referéndum del 1 de octubre del mismo año. Fue a principios de setiembre cuando la maquinaria del relato del conflicto en Catalunya sumó un nuevo concepto que, curiosamente, más tarde coincidiría plenamente con la cuestionada interpretación de los hechos que hace la fiscalía y el juez que instruye la causa contra los presos políticos catalanes. Este nuevo concepto, esta nueva palabra a incorporar en piezas informativas y opinativas en la gran mayoría de medios fuera de Catalunya, era el de la violencia. Era la primera vez en la que se apretaba el botón del relato de la violencia en Catalunya para su uso masivo y lo que se promovió fue la idea de que ese 11 de setiembre iba a ser violento, para enmarcar el referéndum en un proceso de rebelión civil e institucional.
Antonio García Ferreras, el 10 de setiembre de 2017, declaraba en su propio medio, La Sexta: “creo que esto va a acabar con violencia y tensión en las calles”. El adalid de la televisión progresista en España sumándose a la derecha más rancia, que anunciaba un estallido violento que, como sabemos ahora, no se produjo. El Confidencial titulaba el día 9 de setiembre: “cientos de anarquistas llegan a Barcelona desde Europa en vísperas de la Diada” de los que la noticia afirmaba que habían venido para “la agitación callejera que se prepara con motivo del 1 de octubre” como “parte de la estrategia radical para tensionar la situación”. Antonio Casado, también en El Confidencial, anunciaba la mañana del día 11 que “la violencia planea sobre una Diada en forma de cruz”. ABC, 7 de setiembre, Isabel San Sebastián: “Cataluña, entre la violencia y la claudicación”. Juan Luis Cebrián en El País del 9 de setiembre: “la democracia incluye las reglas para su reforma y si alguien quiere cambiarlas al margen de ellas está abocado a la violencia. Violencia, en definitiva, aunque en grado todavía menor, fue lo que hubo en las últimas sesiones del Parlament”. Centenares de miles de catalanes se manifestaron ese día en Barcelona sin producirse ni un solo enfrentamiento, en la línea de lo que han sido históricamente las diadas.
La misma estrategia se volvió a activar pocos días después durante la celebración del referéndum del 1 de octubre. Incluso cuando el mundo entero estaba observando atónito la brutalidad de la policía española contra votantes en actitud de resistencia pasiva, la maquinaria mediática del reino seguía hablando de violencia por parte del movimiento independentista, como paso previo a la justificación de la prisión provisional de los líderes de la Assemblea Nacional de Catalunya y de Òmniu, Jordi Sánchez y Jordi Ciuxart. Ciertamente, los medios internacionales no compraron el relato oficial sino que mostraron sin cortapisas una actuación propia de un estado autoritario. “La vergüenza de Europa”, tituló la CNN. Pero lejos de abandonar la estrategia del relato de la violencia, la diplomacia española y los medios de la corte entendieron que, para que la narrativa tuviera éxito, ésta debía imponerse también en el ámbito internacional. “They talk of a ‘revolution of smiles’ but on social networks the violence is terrible” [hablan de la revolución de las sonrisas, pero en las redes sociales la violencia es terrible], declaraba Josep Borrell ante la prensa internacional, meses antes de convertirse en el nuevo ministro de Exteriores. La idea era clara: a falta de un movimiento político violento, había que convertir cualquier cosa en prueba incontestable del carácter intrínsecamente violento del independentismo.
Desde aquel otoño de 2017 se ha abierto la veda para presentar Catalunya como una tierra al borde de la guerra civil. Cualquier protesta que se salga de la normalidad tranquila y ordenada del independentismo es explicada como una acción pseudoterrorista. Los cortes de carreteras y quemas de neumáticos o los choques de bajísima intensidad con los agentes antidisturbios son presentados en buena parte de los medios estatales como prueba irrefutable de una tensión insoportable, que está dinamitando la convivencia en Catalunya. Da igual que en Francia las protestas de los chalecos amarillos hayan sido cien veces más contundentes contra las fuerzas de seguridad o que en infinitas ocasiones haya habido disturbios mucho más graves por manifestaciones o eventos deportivos en otros puntos de la geografía española. El guión está escrito, solo hay que ir sumando piezas al flujo de información para tensar absurdamente la situación, hasta convencer al espectador de que el primer muerto por el procés independenttista está al caer.
Es interesante fijarnos en la intermitencia de la intensidad de este relato según convenga a los distintos actores. Antes del consejo de ministros celebrado el 21 de diciembre en Barcelona parecía que la guerrilla estaba ya preparada para actuar a las órdenes de Quim Torra. Había incluso quien daba por hecho que habría gravísimos enfrentamientos en las calles de Barcelona y ya se había dictado sentencia sobre quién iba a ser el culpable. Por suerte, el 99% del movimiento independentista sabe detectar los intereses de los que animan la confrontación y, rápidamente, la sociedad civil y los partidos políticos se organizaron para promover movilizaciones estrictamente pacíficas. Cabe destacar y subrayar el aguante y la templanza de los principales actores del movimiento independentista, puesto que ni con la provocación de una represión propia de otro siglo jamás, a pesar del uso de un lenguaje combativo, ha hecho llamamientos a abandonar la vía pacífica, la única en la que puede ganar el relato de lo sucedido en el ámbito internacional. Después de la reunión de Pedro Sánchez y Quim Torra en Pedralbes, como por arte de magia, la intensidad del relato de la violencia volvió al mínimo cotidiano necesario para los medios más rojigualdos.
No existe un objetivo único para la creación y la difusión de la narrativa de la violencia en Catalunya. En ella participan actores muy distintos, que van desde la ultraderecha hasta la izquierda republicana españolista. Para los poderes del Estado, aquellos que tan nerviosos se ponen cuando se les cuestiona la Transición, la postura independentista es una cuestión de Estado a la que hay que enfrentarse con fuerza y unión desde los tres poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Sobre todo, el Judicial. Y para poder amedrentar a los líderes del movimiento independentista retorciendo la ley española hasta límites insospechados hay que probar la violencia. En este sentido, el relato de la violencia ayuda a convencer a los españoles de que el juicio a los líderes independentistas es justo y que la prisión preventiva es necesaria para evitar males mayores. Que la justicia internacional se haya negado a extraditar a los políticos acusados de rebelión, por no verla por ningún lado, y que tarde o temprano el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tenga que revisar la causa no preocupa a estos sectores, puesto que el objetivo aquí es castigar. Que a nadie se le ocurra volver a intentar montar un referéndum unilateral ni mucho menos declarar la independencia.
En cambio, la ultraderecha representada por Vox y el autodenominado centroderecha, PP y C’s, tienen una agenda distinta. Desde hace tiempo coquetean con la idea de ilegalizar los partidos independentistas, una propuesta que en las próximas elecciones generales se convertirá en la promesa estrella de Vox y a la que, como siempre pasa en España, se acercarán los partidos supuestamente moderados para no perder votos. Ilegalizar partidos según sus propuestas políticas va en contra de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. En concreto, es una violación clara de los artículos 19 (libertad de opinión y expresión), 20.1 (libre asociación) y 21.3 (voluntad popular como base de la autoridad). Se trata, junto a la toma del poder de forma permanente en Catalunya, como propone José María Aznar, de la propuesta más radical y absolutamente contraria al concepto elemental de democracia. Conocedores de que en el ámbito internacional este tipo de leyes pueden ser muy cuestionadas, la única vía para la ilegalización de partidos independentistas es la supuesta violencia. El relato aquí sirve como pretexto para la violación de derechos fundamentales.
Finalmente, ciertos sectores de la izquierda republicana también se han sumado a la estrategia de dibujar Catalunya como una sociedad fracturada y liderada por personajes potencialmente peligrosos que están instigando a un conflicto civil. En este sentido, es paradigmático el último episodio en el que estos sectores aprovecharon unas declaraciones -desafortunadas- de Quim Torra en las que alababa la vía eslovena para conseguir la independencia, que supuso un conflicto bélico y 62 muertos, para reforzar la idea de que a los catalanes los están llevando a una guerra civil, y que ellos, cegados por un intenso sentimiento nacional, están dispuestos a morir por la patria. La pintura que se hizo de esas palabras fue la de un general que está preparado para dar la orden a su ejército y a sus milicias, obviando que en Catalunya no hay ni ejército ni milicias, ni armas ni munición, como sí los había en Eslovenia en 1991. Pero las narrativas, por eso de que no parten necesariamente de la realidad, tienen una capacidad de adaptación sorprendente, así que si no hay ejército, se habla de los Mossos d’Esquadra como la fuerza armada independentista bajo las órdenes del líder supremacista, y si no hay guerrilla, se presentan los CDR como grupos paramilitares y tema solucionado. El objetivo de ciertos sectores de la izquierda republicana españolista es convencer a la ciudadanía de que todo independentista es nacionalista y de que todo nacionalista es de derechas. La violencia más que una realidad palpable es una amenaza latente propia de la derecha nacionalista y cualquier sector de izquierdas que simpatice con el soberanismo es tildado de colaborador necesario de esta derecha y de potencial instigador del conflicto civil que las derechas quieren provocar en Catalunya.
Ante el peligro de la normalización de un relato hegemónico de violencia no basado en hechos reales, puesto que si algo define el movimiento independentista es su pacifismo casi religioso, es responsabilidad de los actores políticos, sociales y académicos que aprecien el rigor analítico poner el foco sobre las mentiras que sostienen tal narrativa. En el mejor de los casos, las barbaridades que se han publicado y se publicarán quedarán para los curiosos de la hemeroteca. En el peor de los casos, su difusión puede, si no conllevar un conflicto violento real, generar situaciones de tensión absurda y, más probablemente, degradar aún más nuestro sistema mediante la aceptación de sentencias y leyes que pueden poner en jaque los pilares fundamentales de una democracia tan débil como la española. Hay que desactivar de una vez por todas el relato de la violencia en Catalunya, por ardua que parezca esta tarea en la España actual.
Èric Lluent (Barcelona, 1986)